El 11 de enero de 1996 fallecía quien renovaría el lenguaje del humor político en la Argentina, el actor y comediante, Mauricio Rajmín Borezstein conocido populamente como Tato Bores.
Nació el 27 de abril de 1927 en un inquilinato de la calle Tucumán y Carlos Pellegrini.
Desde chico tuvo que salir a trabajar para ayudar en su casa. Su primera pasión fue la música, fue “plomo” de las orquestas de René Cóspito y Luis Rolero. Corría el año 1943.
Estas agrupaciones amenizaban el programa de Pepe Iglesias “El Zorro”, en Radio Splendid, y ese fue su primer contacto con el humor.
Trabajó en teatro. Se inicia con Fanny Navarro en el Teatro Maipo y durante nueve años consecutivos integra los elencos. En 1957 se inicia en la televisión en Caras y Caretas –Canal 7–, aunque su humor aún no tomaba como eje la política.
Su carrera como humorista político comienza en 1958, cuando se presenta en el programa vestido con frac, habano, lentes y peluca “por si le ofrecían algún ministerio”.
Había nacido “Tato Bores”, el personaje de los monólogos vertiginosos. Fue el inicio de un clásico de la televisión argentina que se prolongó durante más de treinta años.
Por supuesto, años interrumpidos por la censura ejercida, primero por el Onganiato, luego por López Rega y, por último, por Ménem.
Tato Bores renovó absolutamente el lenguaje del humor político. Asistido por los mejores guionistas de cada época, transformó el estilo de los monólogos de Pepe Arias en un torrente frenético y surrealista de escenas imaginarias (y no tanto) entre los personajes del momento.
Justamente, esta forma de recitarlos, a una velocidad increíble, hablaba mucho más de la realidad política del momento que el contenido mismo. La función que el periódico tenía en el humor de Pepe Arias, en Tato lo ocupó el teléfono, uno de los elementos emblemáticos de su personaje.
En los ciclos de Tato, si bien los monólogos eran el eje del programa tienen una importancia innegable su galería de personajes que complementaban y escenificaban sus monólogos.
Cómo olvidar a Ricuti, brutísimo, contrafigura de Tato, luego utilizado en las campañas de Terrabusi para su producto “Angelito Negro” y popularizado en todas las escuelas con la frase ‘Ricuti, chiva, chiva...’.
O la genial inclusión de Federico Peralta Ramos –el Duchamp argentino– que recitaba sus poesías o letras de rock ante la mirada atónita de Tato.
Ya en los ’80 –con esa renovación absoluta dirigida por sus hijos, productores del programa–, llegaron los patines, la lluvia de papelitos, los teléfonos cada vez más estrambóticos y personajes como los encarnados por Roberto Carnaghi –un funcionario corruptísimo que ilustraba perfectamente la ética gubernamental de aquellos días (por este personaje, Carnaghi ganó el Martín Fierro al mejor actor de reparto)–; o por Grabiela Acher –una mujer embarazada durante años, ya que su hijo no quiere nacer en un país como Argentina (por este personaje gana el premio Martín Fierro como actriz de comedia en TV).
De esta época también son inolvidables, el plato de fideos sobre el final de programa, con que convidaba a sus entrevistados y el champagne con el que brindaba. La escena, en sí, un comentario sobre la “pizza con champagne” del menemismo.
Mención aparte merece uno de sus personajes, el arqueólogo Helmut Strasse, investigador de una nación extinguida e incomprensible: la Argentina.
Más allá de la genialidad de la ficción, este personaje quedó en la memoria porque provocó la censura de la jueza federal María Romilda Servini de Cubría. La respuesta del mundo del espectáculo fue inmediata y la censura fue levantada.
Tato Bores, a través del humor, dijo lo que nadie podía o quería decir. La sagacidad de sus comentarios, la crítica sutil que evitaba la censura cautivó a los televidentes.
Por eso, su desaparición fue tan sentida y su pérdida fue irreparable. Quien alguna vez se autoproclamó “el actor cómico de la Nación” dejó un vacío imposible de llenar.
Desde chico tuvo que salir a trabajar para ayudar en su casa. Su primera pasión fue la música, fue “plomo” de las orquestas de René Cóspito y Luis Rolero. Corría el año 1943.
Estas agrupaciones amenizaban el programa de Pepe Iglesias “El Zorro”, en Radio Splendid, y ese fue su primer contacto con el humor.
Trabajó en teatro. Se inicia con Fanny Navarro en el Teatro Maipo y durante nueve años consecutivos integra los elencos. En 1957 se inicia en la televisión en Caras y Caretas –Canal 7–, aunque su humor aún no tomaba como eje la política.
Su carrera como humorista político comienza en 1958, cuando se presenta en el programa vestido con frac, habano, lentes y peluca “por si le ofrecían algún ministerio”.
Había nacido “Tato Bores”, el personaje de los monólogos vertiginosos. Fue el inicio de un clásico de la televisión argentina que se prolongó durante más de treinta años.
Por supuesto, años interrumpidos por la censura ejercida, primero por el Onganiato, luego por López Rega y, por último, por Ménem.
Tato Bores renovó absolutamente el lenguaje del humor político. Asistido por los mejores guionistas de cada época, transformó el estilo de los monólogos de Pepe Arias en un torrente frenético y surrealista de escenas imaginarias (y no tanto) entre los personajes del momento.
Justamente, esta forma de recitarlos, a una velocidad increíble, hablaba mucho más de la realidad política del momento que el contenido mismo. La función que el periódico tenía en el humor de Pepe Arias, en Tato lo ocupó el teléfono, uno de los elementos emblemáticos de su personaje.
En los ciclos de Tato, si bien los monólogos eran el eje del programa tienen una importancia innegable su galería de personajes que complementaban y escenificaban sus monólogos.
Cómo olvidar a Ricuti, brutísimo, contrafigura de Tato, luego utilizado en las campañas de Terrabusi para su producto “Angelito Negro” y popularizado en todas las escuelas con la frase ‘Ricuti, chiva, chiva...’.
O la genial inclusión de Federico Peralta Ramos –el Duchamp argentino– que recitaba sus poesías o letras de rock ante la mirada atónita de Tato.
Ya en los ’80 –con esa renovación absoluta dirigida por sus hijos, productores del programa–, llegaron los patines, la lluvia de papelitos, los teléfonos cada vez más estrambóticos y personajes como los encarnados por Roberto Carnaghi –un funcionario corruptísimo que ilustraba perfectamente la ética gubernamental de aquellos días (por este personaje, Carnaghi ganó el Martín Fierro al mejor actor de reparto)–; o por Grabiela Acher –una mujer embarazada durante años, ya que su hijo no quiere nacer en un país como Argentina (por este personaje gana el premio Martín Fierro como actriz de comedia en TV).
De esta época también son inolvidables, el plato de fideos sobre el final de programa, con que convidaba a sus entrevistados y el champagne con el que brindaba. La escena, en sí, un comentario sobre la “pizza con champagne” del menemismo.
Mención aparte merece uno de sus personajes, el arqueólogo Helmut Strasse, investigador de una nación extinguida e incomprensible: la Argentina.
Más allá de la genialidad de la ficción, este personaje quedó en la memoria porque provocó la censura de la jueza federal María Romilda Servini de Cubría. La respuesta del mundo del espectáculo fue inmediata y la censura fue levantada.
Tato Bores, a través del humor, dijo lo que nadie podía o quería decir. La sagacidad de sus comentarios, la crítica sutil que evitaba la censura cautivó a los televidentes.
Por eso, su desaparición fue tan sentida y su pérdida fue irreparable. Quien alguna vez se autoproclamó “el actor cómico de la Nación” dejó un vacío imposible de llenar.