En momentos en el el Gobierno asegura que "no odiamos lo suficiente a los periodistas" y dónde se enorgullece de haber terminado con la pauta oficial, que ya no otorga bajo ese rubro, pero reparte mediante ardides sobres a mansalva entre "no ensobrados", para defender lo indefendible y decir que todo está bien cuando no lo está, el ejercicio del periodismo se hace cada vez más hostil, cuanto menor sea la torta publicitaria, menos periodismo analítico puede existir, y eso favorece a quienes quieren acallar voces disidentes.
La columnista Leticia Martin, que escribe columnas en el semanario Perfil, de Jorge Fontevecchia, utilizó al mismo medio para denunciar que percibe sólo $50 mil pesos por su trabajo, y que hace seis meses que no le pagan. Inmediatamente, las redes se hicieron eco del reclamo de la periodista, el portal Web quitó el acceso a la nota, pero no pudo evitar lo inevitable, ya había salido publicado en la edición papel, y de allí no puede borrarse.
Antiguamente, y en épocas de bonanza económica, los diarios tenían correctores, editores, y las notas salían a la luz luego de haber pasado por numerosos filtros, incluso el del propio director del medio, que cuidaba a rajatablas el respeto de la línea editorial del espacio, ortografía, gramática y que la nota no rozara ni de cerca los intereses de alguno de los anunciantes, sean estatales o privados.
Pero eso ya no ocurre, como dice Leticia, nadie lee nada, al punto de permitir la propia edición para que una trabajadora exprese su descontento con el medio que la mantiene esclavizada. Reproducimos a continuación sus palabras, de la que seguramente fue la última columna en el diario Perfil.
¿Por qué hago esto? ¿Se hará viral escribirlo?
Ya hace más de un año que escribo esta columna semanal para PERFIL; un trabajo que implica compromiso, un deadline, tener palabra y encontrar una forma. Que también creí implicaba cierta trayectoria. Pero hace seis meses que no recibo el pago por mis servicios. Ni el pago ni un aumento, como si los servicios o el costo de vida no hubieran aumentado.
Valoro el espacio, el que me hayan abierto las puertas en un lugar prestigioso, la voz de alguien formado como el propietario de este grupo editorial, un profesional al que escucho como si no fuera el último responsable de la discriminación de la que soy parte. ¿O quizá no es por ser mujer que no me pagan? Ni idea. De eso no sé aunque me duele y con eso me pelee. A eso me respondo: “No te hagas la víctima, Leticia, y ponete a escribir”.
Sin embargo, cada jueves recuerdo a Fogwill levantando el teléfono para exigir su honorario antes de enviar la columna semanal para al fin cobrar.
No soy Fogwill y tal vez no exista –como se empeñó en señalarme sin que le tiemble la voz Gustavo Wald, el funcionario que el albertismo bancó hasta el último segundo–.
Lo asumo, entonces. Si quieren, no soy, no sé, no existo. Pero acá estoy, y si escribo columnas que tal vez no me paguen, las escribo como si a alguien le importara leerlas, como si fueran un trabajo y recibiera a tiempo la remuneración por ser eficiente y responder, como si no me hicieran sentir que les da igual, que cualquiera estaría dispuesto a reemplazarme mañana mismo.
Pero hoy estoy demasiado triste y no tengo ganas de ir a votar mañana, ni ganas de conservar este trabajo, y quiero contar que hace siete meses que hago esta estupidez y que mañana por fin no voy a poner el despertador a las seis am para escribir los 2500 caracteres sin espacios de esta columna que ya escribí y que sigo honrando solo porque otros que me precedieron la han escrito, solo porque de esos otros algo he aprendido, y no me quiero rendir.
Cincuenta mil pesos de honorarios por mes con seis meses de demora.
Cincuenta mil.